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El peso de las concentraciones de Argentina en Mundiales

La selección de Argentina llega al Mundial de Brasil con la misión de acabar con la sequía de títulos mundiales que arrastran desde 1986. Para el técnico Alejandro Sabella la concentración en suelo brasileño es clave y busca alejarse lo más posible de la prensa, tal y como hizo la Albiceleste en el Mundial de 1998 cuando Sabella era asistente técnico de Daniel Passarella.

Argentina está en el grupo F del Mundial junto con Irán, Nigeria y Bosnia.

Aquí te presentamos un artículo de Daniel Arcucci, renombrado periodista argentina, en donde hace un recuento de las concentraciones de Argentina en Mundiales.

Belo Horizonte. Con los ojos bien abiertos, desde esos morros tan típicos de Brasil y más todavía de esta zona mineira, se podían espiar los movimientos del seleccionado argentino allá abajo, en una de las canchas de Cidade do Galo. Con los ojos cerrados, lo que se podía hacer era un viaje en el tiempo desde 2014 hasta 1998 para ver claramente, en lugar de la tierra roja y las casas algo destartaladas, las laderas bucólicas francesas y las lonas verdes del Centre du Metiers Sportifs de L'Etrat.

Curiosamente, ese mismo Alejandro Sabella que ahora devolvía las miradas intrusas usando unos prismáticos también estaba allá, en el Mundial de Francia, pero entonces como ayudante de Daniel Passarella. Tal vez por eso surge la asociación, inmediata y obvia. Pero vale el viaje imaginario para recorrer las concentraciones argentinas en los Mundiales modernos, para encontrar otras situaciones similares y otras no tanto.

La última vez que la selección llegó a un lugar de entrenamiento previsto para siete partidos y se fue de él campeona del mundo -tal como rezaba el cartel que hicieron quitar inmediatamente del portón de este centro de Atlético Mineiro- fue en México 86. El lugar elegido entonces fue el austero Club América, un pulmón verde en medio del smog del Distrito Federal. Construcciones de ladrillo, en las que no alcanzaban las habitaciones para todos los jugadores, al punto que tres de ellos tuvieron que compartir un espacio creado especialmente en el quincho del lugar. La arquitectura iba en línea con la filosofía bilardiana del sacrificio por la selección a cualquier costo y contra todos. Otros tiempos: menos medios y casi todos para uno, Diego Armando Maradona.

En Italia 90, el club Roma cedió sus instalaciones de Trigoria. Allí no faltaba nada. Ni el escándalo de una bandera argentina hecha jirones en el mástil ni las dos Ferrari de Maradona estacionadas en el parking. Sirvieron para pasear por las colinas que rodeaban el lugar, pero no para recorrer media Italia, cosa que tuvo que hacer la selección en su tortuoso camino por Milán, Nápoles, Turin, Florencia y la propia Roma con los siete partidos como paradas, algo que se dio por última vez en la historia.

Cuatro años después, en Estados Unidos 94, el señorial Babson College no fue el escenario de un libro de Tom Wolfe sobre las intimidades universitarias americanas, sino una novela sobre las licencias de un grupo de argentinos ataviados con gorritas sponsoreadas y puertas demasiado abiertas.

Tan abiertas que provocaron las siempre recordadas lonas de L'Etrat. Con su habitual estilo de elegir por oposición a lo que no funcionó, Julio Grondona pasó de la mando blanda de Basile a la mano dura de Passarella, en Francia 98. Ni una ni otra mano pudieron atrapar la Copa del Mundo.
El complejo donde Marcelo Bielsa instaló su laboratorio futbolístico, en Japón 2002, sirvió años después para algo más trágico que haber quedado eliminado en la primera rueda: el J-Village de Naraha-Hirono se convirtió, después del mortal tsunami, en el centro de refugio para los científicos que controlaron la filtración del centro nuclear de Fukushima.

La selección fue local en Alemania 2006, al utilizar nada menos que el predio de Adidas en Herzogenaurach, un sitio que hasta la propia selección organizadora hubiera soñado y en el que se veían, al final de las prácticas, los jueguitos maradonianos de un joven Messi.

Ya líder del equipo, cuatro años después, Maradona le dio no sólo la camiseta número 10, sino también la habitación 10 del High Performance Centre de Pretoria. Se ingresaba de noche, con un frío que calaba los huesos, a la hora en que terminaban las prácticas.

El encierro, lo muestra la historia, no es nuevo. Lo nuevo sería que, después de seis mundiales sin levantar la Copa y de cinco sin llegar a la final, una selección argentina llegue a usar su centro de entrenamiento mundialista todo el tiempo por el que lo reservó. Durmiendo en el piso o con camas mullidas, con puertas abiertas o con lonas, con gente espiando desde morros o disfrutando desde tribunas.